LA ESCLAVITUD
La esclavitud en la segunda mitad del siglo XVIII, momentos por los que transcurre la novela, era una dolorosa realidad. No solo era común e indecente en las colonias, en las metrópolis europeas estaba a la orden del día. Desde los más diversos usos en los palacios y en las mansiones nobles hasta en la explotación minera, pasando por trabajadores del campo, galeotes, ayudantes en los ejércitos, prostitutas puestas a trabajar por sus dueños y un sin fin de trabajos, cientos de miles de esclavos, millones si contamos los que recalaron en tierras americanas, fueron arrancados de sus hogares y condenados a la servidumbre obligada.



El conde de Peralada lo vive en la novela:
Mi vida en Portugal fue el despertar de los sentidos, la obertura de la sinfonía de la existencia. La residencia del embajador, es decir, mi padre, era espaciosa y tan anciana como la propia Lisboa. Una docena de sirvientes cubrían las necesidades del plenipotenciario español y también las mías, falto de cariño materno y de los familiares estíos mallorquines. Para esos menesteres de ternura, si así pueden llamarse, el rey José I de Portugal obsequió a mi padre con dos singulares esclavas mulatas brasileiras madre e hija para que me cuidaran. Un detalle que muy pronto agradecerían ambas, pues el trato recibido en nuestro hogar era infinitamente mejor que el que recibían en el Paço de Ribeira. Sabido es que los portugueses tratan peor a sus cautivos, incluso a los de la servidumbre palaciega, que en España. Pasada la época de los Austrias, en la que gustaban ambas cortes de tener esclavos deformes y enanos que dieran cierto toque morboso y lúdico a sus salones, ahora, la moda al estilo francés exigía hacer alarde de siervos de color de ambos sexos provenientes de las colonias de ultramar. Se les traía a la metrópoli de pequeños y se les educaba en la conveniencia de que sirvieran a la nobleza, incluso a la realeza y con la educación necesaria para no desentonar en los ambientes palatinos; sin perder, en la mayoría de las ocasiones, su condición servil, aunque compartieran lecho con sus amos… y dueñas. Entre los cortesanos se puso muy de moda tener asistentes de color, palafreneros mulatos elegantemente vestidos con librea; exóticos africanos de ébano empleados de cocheros o caleseros, embutidos con casaca y calzón blanco ajustado que destacara su naturaleza. Para las damas y los niños de alta alcurnia, incluidos los infantes, era obligada la posesión de alguna doncella mulata vestida a la criolla que llamara la atención a invitados y deudos. Todas las grandes naciones permitían y ejercían la esclavitud, pero Portugal y también España, estaban a la cabeza del más vil de los comercios para destinar la mayor parte de esta siniestra mercancía a las plantaciones de ultramar a las explotaciones mineras y como galeotes. Un siniestro y antiguo criterio popular aseguraba que la diferencia entre esclavos negros y musulmanes estribaba en que los primeros eran considerados como niños grandes, torpes y absurdos, pero sin malicia; en cambio los turcos, argelinos o tunecinos se les imputaba falta de lealtad y tendencia a la traición.

Pero no solo se trataba de esclavos africanos, musulmanes norteafricanos y turcos prisioneros eran esclavizados y a su vez el imperio turco y sus provincias sometían a los prisioneros cristianos a la misma infamia.
En la novela, Peralada conseguirá liberar a los prisioneros de la colonia genovesa de Tabarka y obtener de Carlos III permiso para instalarlos en la isla de Nueva Tabarca, frente a la costa española de Alicante a pocos nudos de Santa Pola.

